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martes, 10 de enero de 2012

Osté se me baja en Ranchos

Estoy persuadido, como mi amigo el escritor y periodista César Fuentes Rodríguez, que los motivos para declarar el 20 de julio como el “Día del Amigo”, aduciendo que la llegada a la Luna representa una especie de concordia humana abstracta, está muy lejos de los valores propios de la verdadera Amistad.  Y si no, nada como la verdad... lea usted, por favor.

Tal vez haya sido el alcohol, que esa tardecita, como desde hacía un tiempo, ya, brotaba en el ambiente y embriagaba a los parroquianos del legendario bar “El National”. A veces, bajo sus efectos, nos desinhibimos por demás y hacemos y decimos cosas que, si bien maceran en nuestro interior, forman parte de ese catálogo de pensamientos íntimos que preferimos que tengan vida en nuestros anhelos.

O tal vez, haya sido una exageración del sentimiento. Porque una simple placa de bronce, en la puerta del bar de Manuel Araujo y Constela, donada por los habitués de las tertulias vespertinas para declarar al 20 de octubre de 1946 como el “Día de la Amistad”, era muy poco.

Pero a mí me gusta pensar que en realidad, cuando los que constituían la clientela casi fija del bar de “Manolo” decidieron homenajearlo con una placa que, ellos ya estaban decididos.

Yo los ví en medio de la algarabía que inundaba el anochecer de Chascomús en “El National”, declamar: “¡Hay que hacer de la Amistad un Reino!”, y empeñarse en demostrar que, del dicho al hecho, no hay un largo trecho cuando uno se entrega entero y sin medidas a la conclusión de la empresa.

Y así fue, nomás. Así nació el Reino de la Amistad. Como una gran broma. Pero una broma en serio, como debe ser. Su Carta Magna contiene un preámbulo que reza: “Nos, los amigos de los amigos, con el objeto de construir el Reino de la Amistad, afianzar la justicia, consolidar nuestras relaciones internas, proveer a la defensa común, promover el bienestar general y asegurar la amistad para nosotros, para nuestra posteridad y para todos los hombres del mundo que quieran tomarnos como ejemplo”.

Manuel Araujo y Constela fue coronado como “Manolo I, Rey de Copas”, entre hurras populares y el desmayo del ministro Edelmiro Onnainty quien resultó vencido por la emoción. La ceremonia tuvo lugar el “Día de la Amistad” de 1947, que conforme el artículo 21 de la Carta Magna del Reino, se conmemoraría el tercer domingo de octubre de cada año calendario.

Los méritos de Manuel para acceder al trono se encuentran condensados en el perfil que desgranaba su ascendencia: “Uno de sus antepasados fue compañero de baño de Julio César, otro, consejero de Nerón y, aparte de ello, encargado de darle los fósforos al emperador para hacer arder la ciudad de Roma”. Esto fue publicado por “El Heraldo”, órgano de prensa apócrifo y de pomposa difusión del Reino, propiedad del impresor Edgardo Tieri.

Como todo Rey, Manolo y su reino también debían tener un castillo y, siguiendo esa lógica, el Marqués de Pintoresco, don Fernando Cores, pagó de su propio bolsillo un enorme predio junto a la laguna, donde se erigió el castillo que, siguiendo los planos de Ángel María Canatelli, ministro de Relaciones Exteriores, jefe del Superior Ceremonial Real, y verdadero Alma Mater del Reino, el mismo levantó con los obreros de su constructora en los ratos de ocio.

El Reino tuvo ministros varios. Entre otros, don Emilio Masci, que por su “amor al agua desde niño, interviniendo siempre en forma destacada en los juegos de carnaval” fue a encabezar directamente el Ministerio de Marina. El perezoso Héctor Arrinda quedó a cargo del Ministerio de Trabajo, y por su “cariño por los pequeños”, don Juan Canale fue designado en el Ministerio de Protección de la Infancia. El Bebe, Juan José Wallace, duque del Samborombón y primer ministro del Reino, fue el benefactor que consiguió las “tablas de pique” para armar la “Plaza de Toros Ministro Canatelli”. Ello, gracias a los contactos que él y yo teníamos en la aduana con los importadores de autos norteamericanos.

Pero, como me dijeron Jobim y de Moraes “Alejo, tristeza não tem fim; felicidade sim”, y el 17 de enero de 1952, con Ángel María Canatelli, se fueron de este mundo todos los ánimos de festejo, la laguna se pintó de gris y la tristeza vistió al Castillo.  “El reino se fue a los Cielos”, dijo una vieja desde la Esquina de la Amistad, en Soler y Lastra.

Por eso, cuando estoy mal, pienso en esta historia, que es verídica, tal y como se las cuento, y recuerdo la figura enorme, casi gigante, de Ángelito Canatelli, ese poeta, bohemio, artista, altruista, reconocido constructor, amigo de amigos, y en su legado, que hoy se rememora, no con el mismo esplendor, pero sí con las mismas ganas.

Y me parece verlo en el bar, vaso con guarda de flores en mano, diciéndole a Manuel Araujo y Constela, dueño de “El National”: “Mozo, sirama ginebra hastlas flores”. Y la respuesta ocurrente del Rey de Copas, que simulando un viaje desde Chascomús hasta Las Flores, llena un cuarto del vaso y le contesta: “Sí, pero osté se me baja en Ranchos”.

Alejo Balducci, Cabo Cañaveral, 1969.

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